martes, 6 de enero de 2015

La fragilidad del verano berlinés

En el verano berlinés el clima rebasa los 30 grados. Un calor húmedo hace que la ropa se pegue a la piel y algunos nos movemos con la torpeza de quien recorre con indumentaria de oficina una ciudad en la costa mexicana, o la rivera del lago de Chapala. Berlín se niega a ser el cliché de las postales heladas, de gente seria y austera que sale a trabajar o a comprar víveres, el escenario de una película de Wim Wenders o de Ismael Rodríguez (por "El niño y el muro" que fue mi referencia en la infancia). El verano y su calor, a veces insoportable, parece desplazar las imágenes de los diarios viejos y las películas a un lugar remoto. Este Berlín es colorido, alegre, vital, sensual. “Berlin ist arm aber sexi”, dijo una vez su alcalde, “pobre pero sexi”. La historia emerge a cada tanto, el pasado se materializa en las innumerables reliquias que pueblan el espacio común, pero parece ser eso: pasado. Algo que ha quedado atrás, a veces en el olvido. Cada vez hay menos sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial, la memoria viva comienza a desvanecerse, los hijos y nietos conocen el periodo por los libros y la televisión, a través de historias indirectas de sus padres y abuelos (pudieron ya preguntar, afrontar alguno hechos, hicieron acopio de valor y eso es digno de respeto).


Quizás por eso llama la atención las constantes alusiones al pasado nazi: están en carteles, exposiciones fotográficas, en el Reichstag y el subterráneo, en forma de pequeños cuadros metálicos incrustados en las aceras (diminutas esquelas que recuerdan el nombre, la dirección y el campo de concentración de víctimas judías), algunos restos de una estación de tren... su rastro emerge hasta casi saturar el ambiente. Puede entonces surgir la pregunta por el “lugar” que ocupa el pasado en la vida cotidiana: los abusos de la memoria, diría Todorov; un pasado que no termina de pasar, diría Hartog. Pero la curiosidad comienza a ser más bien incomodidad, alarma cuando el nazismo aparece despojado de esa aura de tiempo pretérito, cuando se revela no como un fantasma sino como una sombra, un ruido en el armario. En los cafés, en los baños de un cine, en las calles aledañas a la Kottbusser Tor aparecen letreros, a veces improvisados, a veces manufacturados profesionalmente, a veces una escritura con plumón: “Aquí no queremos nazis”, “Los nazis no son bienvenidos”, “Nazis fuera del vecindario”, y en el subterráneo: “Berlín se defiende! No hay lugar para los nazis”. Pero Berlín es multicultural, y quizá por eso mismo desentonan esas advertencias, tanto como los encabezados a ocho columnas que hablan de dos chicos neonazis que asesinaron a golpes a otro joven que parecía oriental (de origen vietnamita de nacionalidad alemana), en plena estación Alexanderplatz, en el corazón de la capital alemana; los jóvenes obtendrán una pena mínima porque es su primer delito xenófobo.

En Dresde la situación es diferente. La gente mira sin reparos al turista de piel morena. La gran mayoría sonríe, claro, pero pocos se resisten a la tentación de mirar al que viene de fuera. Me entero después, cuando ya he dejado la ciudad, que Dresde es cuna de un movimiento xenófobo de extrema derecha, un movimiento de masas cada vez más numeroso que regularmente sale a las calles a demostrar su fuerza. Por eso mismo, como reacción, ha surgido ahí mismo un movimiento contrario dispuesto a confrontarlos. La policía ha tenido que colocarse entre ambos bandos para minimizar los choques. El hecho es que el movimiento xenófobo crece a un ritmo mayor que los que se oponen a él y a una escala tal, que cada vez es más difícil para la policía contenerlos. En los últimos meses se ha consolidado en la ciudad la PEGIDA (Patriotische Europäer gegen die Islamisierung des Abendlandes), Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente. Dresde, la amable, la resurgida de las cenizas, la ciudad contra la que se ensañaron los Aliados y en la que es posible, aún hoy, ver la marca del fuego en sus muros y plazas; polarizada, dividida, una de las joyas del régimen comunista, Dresde engendra el huevo de la serpiente.

Quizá se objete que la PEGIDA es una minoría violenta, cuyo vocero es un delincuente menor con un pasado de asaltos y pandillerismo, un -astuto- demagogo bravucón, y que, por lo tanto, está condenada a desaparecer en un sociedad democrática y civilizada como la alemana. Sin embargo, según una encuesta reciente, una tercera parte de la población alemana cree que el islam es un peligro para la identidad nacional y para la supervivencia de su cultura. Un sector muy poderoso del recientemente surgido partido Alternativa por Alemania (AfD), autodefinido como euroescéptico, ha detectado ese temor y esa hostilidad y está dispuesto a adoptar el freno al islam como parte de su programa político. Otro sector al interior del partido se opone pero no parece ser más fuerte que los xenófobos, quienes argumentan la necesidad de llevar al cauce democrático una inquietud del pueblo alemán. El sistema democrático alemán tiende, como en muchos otros lados, a nutrirse de los miedos y deseos “legítimos” del “pueblo”, apelando a esa sabiduría ancestral y sentido de justicia que los demagogos asignan a una masa amorfa cuando así conviene a sus intereses. No es ésta la primera vez que un bravucón, un político no convencional sacude a las instituciones alemanas. Por ahora, parece lejano que la cópula entre la AfD y la PEGIDA prospere. No obstante, lejano ha parecido antes que un personaje ridículo y pésimo estratega militar tomara el poder. Pero lo hizo. Y nadie vio nada, nadie supo cómo fue. Lo hizo con ayuda de su camarilla, se supone, en un casi solitario golpe de estado. Se trató, en palabras de Bertolt Brecht, del resistible ascenso del nazismo, atestiguado pasivamente por un masa golpeada por la crisis y anhelante de un líder que ofrecía no sólo soluciones, sino recobrar una grandeza mítica.

Durante mucho tiempo se ha temido que el antisemitismo resucite en Alemania. Se equivocan los que temen ese resurgimiento, el espíritu nacionalista ha elegido a su nuevo enemigo: el islam, así, como si hubiera uno solo, como un solo cristianismo. Por lo demás, Europa parece disponerse para una nueva aventura. Como antes, el “problema” del islam no es exclusivo de Alemania. El fascismo y el antisemitismo, en realidad, también rebasaron fronteras, eran inquietudes que rondaban a las buenas conciencias europeas. En sus inicios no se trataba de una maquinaria de exterminio, sino de un deseo “legítimo” de salvarse de la depravación del capitalismo, de que cada quien viviera en su propio país según sus propias costumbres, sin “contaminarse” unos a otros (los judíos en Madagascar, por ejemplo, si es que no tenían otro lugar a donde ir). El ciudadano decente así lo decía y esa idea tuvo eco en todos los planos de la cultura, y las artes no fueron una excepción. Hoy Michel Houellebecq (que ahora quiere pasar por islamófobo redimido) encarna esa figura que, desde la “neutralidad” de la ficción, de la pura fábula, habla de un hipotético futuro donde el islam se apodera de Europa, cubriéndola de un manto de oscuridad, ignorancia y tiranía. Una imagen tan primitiva del islam como la que un infante, o el ciudadano promedio, tiene de la Edad Media. Una cosa es creer en la responsabilidad social del arte,  al estilo del realismo soviético, y otra es atizar el fuego y la ira social desde una presunta inocencia.

La crisis económica y política de una Europa que parecía decidida a mantener fuera de su territorio otra gran conflagración, hace que los fantasmas dejen de ser fantasmas, y sea posible pensar en el resistible segundo ascenso de la infamia que amenaza con mandar al olvido, al menos por un rato, al amable pero frágil verano europeo. Ilegalizar la PEGIDA, como se hizo con Amanecer Dorado en Grecia, demostraría la falta de argumentos de un sistema político. La democracia debe demostrar que es un modelo que defiende la dignidad de los ciudadanos y que vale la pena luchar por ella, algo en que lo que ahora casi todas las democracias del mundo han fallado al estar al servicio de los mercados y del crimen organizado. Alemania, sin embargo, es una gran nación: sus hombres y mujeres libres pueden darle una lección de resistencia al mundo, pueden demostrar que el pasado no es destino fatal. 


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