sábado, 18 de octubre de 2014

Ayotzinapa y los desaparecidos: el pasado sigue ahí

Pensar que la historia se repite es una tentación en la que solemos caer cuando un suceso nos recuerda la realidad en la que vivimos. Ayotzinapa no es un asunto nuevo ni el Estado ha comenzado otra vez a desaparecer estudiantes. Ayotzinapa ha estado siempre ahí, como a principios de siglo pasado con los ejércitos zapatistas que participaron en la Revolución Mexicana, como en los años sesenta en las luchas contra el gobernador-cacique Caballero Aburto que terminaron en la desaparición de poderes, como en los setenta con las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, como en la época de la guerra sucia en la que, no sólo estudiantes, sino cientos de hombres, mujeres, ancianos y niños fueron torturados y desaparecidos a manos del ejército, policías y paramilitares. Fueron años, desde entonces, de fosas clandestinas, de vuelos de la muerte. 

Jorge Rafael Videla explicó lo que significa un desaparecido con la ligereza de quien habla de un trámite burocrático "...Un desaparecido, no tiene entidad. No está ni muerto ni vivo, está desaparecido... Frente a eso no podemos hacer nada". Pero la tierra y el mar tienen memoria (Patricio Guzmán supo decirlo de forma magistral en “Nostalgia de la luz”). La tierra y el mar tienen memoria y los sobrevivientes necesitan del duelo para sanar. Las madres, los padres, los hijos, los hermanos, los amigos, indagaron en los restos para decir, para demostrar que un desparecido está siempre presente, reclamando un lugar en el mundo.

El problema de los desaparecidos ha destapado una cloaca. Ayotzinapa es como un lente de aumento de algo que persiste desde hace muchos años. Llama la atención la sorpresa de quien ve en la desaparición de los estudiantes un signo de un tiempo que vuelve. En este país son decenas de miles los desaparecidos. Los ha habido desde los sesenta, los hubo en los setenta y ochenta con la guerra sucia y luego con la limpieza que ordenó el salinismo del sureste luego de su fraude electoral (cuando el PRD era la izquierda llevaban un censo de sus militantes asesinados y desaparecidos); hubo desaparecidos durante el zedillismo con el pretexto del EZLN, y los ha habido, cómo no, con el panismo con el pretexto de la guerra contra el narcotráfico.

No se trata de negar la tragedia de los estudiantes, me pregunto sólo qué ha movido Ayotzinapa tan dentro de nosotros que lo vemos como un caso sin parangón cuando la barbarie ha sido el pan nuestro de cada día desde hace tantos años, ¿hay una mitología en torno al estudiante que no existe en el caso del anciano o de la mujer? Seguramente hay en la imagen que se proyecta de ellos (que proyectamos sobre nosotros) un remanente de los discursos de la larga década de los sesenta ¿Qué tan pertinente es hoy considerarnos un colectivo a la vanguardia de la sociedad, obviar nuestras abismales diferencias políticas y culturales? ¿No deberíamos enfatizar la violación a los derechos humanos y civiles y no un ataque a una construcción más o menos esencialista? Decía una canción de aquellos años:

Son aves que no se asustan
de animal ni policía,
y no le asustan las balas
ni el ladrar de la jauría.

Que vivan los estudiantes
que rugen como los vientos
 
Sin embargo, las particularidades del caso deben ser analizadas. A diferencia de Tlatelolco o del Halconazo, lo que indigna y lastima tanto no es sólo que sean estudiantes, por más que en nuestro reclamo enfaticemos ese aspecto. El signo de los nuevos tiempos, aquello que separa Ayotzinapa de otros casos es que los autores fueron policías municipales al servicio del narcotráfico. Horroriza el cinismo y la impunidad con que la barbarie se llevó a cabo. En un episodio que evoca el análisis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, algunos policías han declarado que ellos no los mataron, que “nada más” los entregaron a un cártel local. Hombres que creen que eso no es ser partícipe de la maquinaria criminal. La declaración además revela la nueva jerarquía del poder en México. Las estructuras del Estado al servicio de los cárteles. Pero, volvamos al problema de los desaparecidos. 

Un desaparecido es un problema porque su ausencia lacera tanto o más que una muerte. El no saber si viven o han muerto es una tortura, también, para sus dolientes. ¿Cómo puede un Estado que ha perdido toda credibilidad, infiltrado por el narcotráfico —al igual que la sociedad en general— dar respuesta a los deudos y a la sociedad? La pregunta no es retórica, es una forma de desplegar de otra manera la incertidumbre por el futuro. Si no los encuentran, se dirá que no los quisieron encontrar o que ocultaron los cadáveres. Si los encuentran muertos, los familiares van a desconfiar de las pruebas periciales. En el caso del Bar Heaven los familiares se negaron a aceptar los resultados y fue hasta que los peritos argentinos, independientes de la Procuraduría, confirmaron las identidades que los deudos aceptaron los cuerpos.

Otra opción, todavía más compleja que las anteriores, la ha propuesto el sacerdote Alejandro Solalinde. Están muertos y quemaron loscadáveres. Asegura que se lo han dicho testigos, personas que de ninguna manera quieren hablar con la Procuraduría ¿Cómo podrían confiar en las estructuras del Estado cuando actúan como brazos armados del narcotráfico? ¿Se les puede culpar por su temor a hablar? Terrible escenario. Peor, si eso es posible, por lo que implica la versión del padre Solalinde. Los peritos argentinos, los mejores del mundo —que han trabajado en Chile, en Serbia, en Perú, entre otros países— no pueden identificar restos calcinados. Solalinde pone el dedo en la llaga y lanza una pregunta: “¿Qué es menos penoso para el sistema?, ¿decir que están calcinados con todo lo que implicó eso?, o decir que están desaparecidos y que no saben lo que les pasó, porque es menos impactante decir lo segundo, y además menos comprometedor, pero es más doloroso para los familiares tenerlos con la esperanza. El gobierno sabe muchas cosas, si está reteniendo la verdad es su responsabilidad, hay que decirlo, este manejo ya se contaminó y su manejo no es de justicia, es político”.

La Procuraduría ha dicho que “invitará” a declarar a Solalinde, en un tono que suena a amenaza. Últimamente “invita a declarar” a quienes no se callan, a quienes evidencian el cinismo de la clase política y sus omisiones. ¿Creerán que Solalinde se va a retractar? Si es así no sabemos en qué mundo viven ellos. Nos retractaríamos usted y yo, los ciudadanos que siempre sabemos que tenemos algo que perder: un trabajo decente, una familia, una idea de futuro. Solalinde se ha jugado la vida desde hace décadas en su defensa de los migrantes, contra el narcotráfico y contra los cuerpos armados del Estado; ha denunciado sus vínculos perversos y ha declarado que es imposible saber quién sirve a quién en esa red de complicidades. Por lo pronto, el padre Solalinde dio ya una respuesta: "Iría con mucho gusto y desde ahorita yo le invito al gobierno a que me demuestre que estoy mintiendo. Yo le reviro (al procurador Jesús Murillo Karam), le digo que demuestren lo contrario, que presenten a los jóvenes y que digan por qué los desaparecieron, y si no están muertos como es la información que yo recibí, que digan la verdad".

Recapitulemos: más de cuarenta estudiantes son secuestrados por la policía y se encuentran en calidad de desaparecidos. La versión que propone Solalinde nos muestra la dimensión de lo que ya parece un laberinto sin salida, y los cadáveres calcinados que han encontrado nos dicen que es posible que esté en lo cierto. Un cadáver calcinado no habla, dirán entonces los victimarios, seguros de haber logrado su cometido: desaparecer hasta el último rastro de su víctima, hacer que nadie nunca pueda identificarlos. Se equivocan. Lo supo Videla al final de su vida, y lo sabe el poder en México también: nada habla más, nada hace más ruido que los desaparecidos; son la herida que nunca sana, son la voz que no se calla. No es el rencor lo que mueve a los deudos, es la tortura que implica privarlos de su duelo. Una verdad lógica y jurídica no siempre es una verdad para la memoria colectiva: el desaparecido permanece vivo.

La frase “La historia se repite” es válida si funciona como una invitación a detenernos en “algo” de nuestro rededor, puede ser un grito para crear conciencia y solidaridad, pero creerlo y sumergirnos en el horror sin decir nada más, eso es otra cosa. No es que la historia se repita es que el ayer nunca termina de pasar mientras haya hombres, mujeres, niños, ancianos en calidad de desaparecidos. El crimen y la impunidad revelan la falacia del discurso de autosuperación que pide enterrar el pasado. La repetición de la historia es una ilusión óptica, además de un error teórico  (equivale, se me ocurre como ejemplo, a hablar de psicología y remitirnos a la teoría de los humores o a las potencias del alma. Son ideas que tuvieron su momento y se explican en un marco histórico); es una ilusión que se produce cuando por mucho tiempo dejamos de ver ciertos aspectos de la realidad que nos rodea, porque es de humanos dejar de ver sólo la muerte y optar por pensar en otras cosas, hasta que algo, otra atrocidad, nos hace volver la mirada a ella.


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