Pensar
que la historia se repite es una tentación en la que solemos caer
cuando un suceso nos recuerda la realidad en la que vivimos.
Ayotzinapa no es un asunto nuevo ni el Estado ha comenzado otra vez a
desaparecer estudiantes. Ayotzinapa ha estado siempre ahí, como a
principios de siglo pasado con los ejércitos zapatistas que
participaron en la Revolución Mexicana, como en los años sesenta en
las luchas contra el gobernador-cacique Caballero Aburto que
terminaron en la desaparición de poderes, como en los setenta con
las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, como en la época
de la guerra sucia en la que, no sólo estudiantes, sino cientos de
hombres, mujeres, ancianos y niños fueron torturados y desaparecidos
a manos del ejército, policías y paramilitares. Fueron años, desde
entonces, de fosas clandestinas, de vuelos de la muerte.
Jorge
Rafael Videla explicó lo que significa un desaparecido con la
ligereza de quien habla de un trámite burocrático "...Un
desaparecido, no tiene entidad. No está ni muerto ni vivo, está
desaparecido... Frente a eso no podemos hacer nada". Pero
la tierra y el mar tienen memoria (Patricio Guzmán supo decirlo de
forma magistral en “Nostalgia de la luz”). La tierra y el mar
tienen memoria y los sobrevivientes necesitan del duelo para sanar.
Las madres, los padres, los hijos, los hermanos, los amigos,
indagaron en los restos para decir, para demostrar que un desparecido
está siempre presente, reclamando un lugar en el mundo.
El
problema de los desaparecidos ha destapado una cloaca. Ayotzinapa es
como un lente de aumento de algo que persiste desde hace muchos años.
Llama la atención la sorpresa de quien ve en la desaparición de los
estudiantes un signo de un tiempo que vuelve. En este país son
decenas de miles los desaparecidos. Los ha habido desde los sesenta,
los hubo en los setenta y ochenta con la guerra sucia y luego con la
limpieza que ordenó el salinismo del sureste luego de su fraude
electoral (cuando el PRD era la izquierda llevaban un censo de sus
militantes asesinados y desaparecidos); hubo desaparecidos durante el
zedillismo con el pretexto del EZLN, y los ha habido, cómo no, con
el panismo con el pretexto de la guerra contra el narcotráfico.
No se
trata de negar la tragedia de los estudiantes, me pregunto sólo qué
ha movido Ayotzinapa tan dentro de nosotros que lo vemos como un caso
sin parangón cuando la barbarie ha sido el pan nuestro de cada día
desde hace tantos años, ¿hay una mitología en torno al estudiante
que no existe en el caso del anciano o de la mujer? Seguramente
hay en la imagen que se proyecta de ellos (que proyectamos sobre
nosotros) un remanente de los discursos de la larga década de los
sesenta ¿Qué tan
pertinente es hoy considerarnos un colectivo a la vanguardia de la
sociedad, obviar nuestras abismales diferencias políticas y culturales? ¿No
deberíamos enfatizar la violación a los derechos humanos y civiles
y no un ataque a una construcción más o menos esencialista? Decía una canción de aquellos años:
Son aves que no se asustan
de animal ni policía,
y no le asustan las balas
ni el ladrar de la jauría.
Que vivan los estudiantes
que rugen como los vientos
Sin
embargo, las particularidades del caso deben ser analizadas. A
diferencia de Tlatelolco o del Halconazo, lo que indigna y lastima
tanto no es sólo que sean estudiantes, por más que en nuestro
reclamo enfaticemos ese aspecto. El signo de los nuevos tiempos,
aquello que separa Ayotzinapa de otros casos es que los autores
fueron policías municipales al servicio del narcotráfico. Horroriza
el cinismo y la impunidad con que la barbarie se llevó a cabo. En un
episodio que evoca el
análisis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, algunos
policías han declarado que ellos no los mataron, que “nada más”
los entregaron a un cártel local. Hombres que creen que eso no es
ser partícipe de la maquinaria criminal. La declaración además
revela la nueva jerarquía del poder en México. Las estructuras del
Estado al servicio de los cárteles. Pero, volvamos al problema de
los desaparecidos.
Un
desaparecido es un problema porque su ausencia lacera tanto o más
que una muerte. El no saber si viven o han muerto es una tortura,
también, para sus dolientes. ¿Cómo puede un Estado que ha perdido
toda credibilidad, infiltrado por el narcotráfico —al igual que la
sociedad en general— dar respuesta a los deudos y a la sociedad? La
pregunta no es retórica, es una forma
de desplegar de otra manera
la incertidumbre por el futuro. Si no los encuentran, se dirá que no
los quisieron encontrar o que ocultaron los cadáveres. Si los
encuentran muertos, los familiares van a desconfiar de las pruebas
periciales. En el caso del Bar Heaven
los familiares se negaron a aceptar los resultados y fue hasta que
los peritos argentinos, independientes de la Procuraduría,
confirmaron las identidades que los deudos aceptaron los cuerpos.
Otra
opción, todavía más compleja que las anteriores, la ha propuesto
el sacerdote Alejandro Solalinde. Están muertos y quemaron loscadáveres. Asegura que se lo han dicho testigos, personas que de
ninguna manera quieren hablar con la Procuraduría ¿Cómo podrían
confiar en las estructuras del Estado
cuando actúan como brazos armados del narcotráfico? ¿Se les puede
culpar por su temor a hablar? Terrible escenario. Peor, si eso es
posible, por lo que implica la versión
del padre Solalinde. Los peritos argentinos, los mejores del mundo
—que han trabajado en Chile, en Serbia, en Perú, entre otros
países— no pueden identificar restos calcinados. Solalinde pone el
dedo en la llaga y lanza una pregunta: “¿Qué es menos penoso para
el sistema?, ¿decir que están calcinados con todo lo que implicó
eso?, o decir que están desaparecidos y que no saben lo que les
pasó, porque es menos impactante decir lo segundo, y además menos
comprometedor, pero es más doloroso para los familiares tenerlos con
la esperanza. El gobierno sabe muchas cosas, si está reteniendo la
verdad es su responsabilidad, hay que decirlo, este manejo ya se
contaminó y su manejo no es de justicia, es político”.
La
Procuraduría ha dicho que “invitará” a declarar a Solalinde, en
un tono que suena a amenaza. Últimamente “invita a declarar” a
quienes no se callan, a quienes evidencian el cinismo de la clase
política y sus omisiones. ¿Creerán que Solalinde se va a
retractar? Si es así no sabemos en qué mundo viven ellos. Nos
retractaríamos usted y yo, los ciudadanos que siempre sabemos que
tenemos algo que perder: un trabajo decente, una familia, una idea de
futuro. Solalinde se ha jugado la vida desde hace décadas en su defensa
de los migrantes, contra el narcotráfico y contra los cuerpos
armados del Estado; ha denunciado sus vínculos perversos y ha
declarado que es imposible saber quién sirve a quién en esa red de
complicidades. Por lo pronto, el padre Solalinde dio ya una
respuesta: "Iría con mucho gusto y desde ahorita yo le invito
al gobierno a que me demuestre que estoy mintiendo. Yo le reviro (al
procurador Jesús Murillo Karam), le digo que demuestren lo
contrario, que presenten a los jóvenes y que digan por qué los
desaparecieron, y si no están muertos como es la información que yo
recibí, que digan la verdad".
Recapitulemos:
más de cuarenta estudiantes son secuestrados por la policía y se
encuentran en calidad de desaparecidos. La versión que propone
Solalinde nos muestra la dimensión de lo que ya parece un laberinto
sin salida, y los cadáveres calcinados que han encontrado nos dicen
que es posible que esté en lo cierto. Un cadáver calcinado no
habla, dirán entonces los victimarios, seguros de haber logrado su
cometido: desaparecer hasta el último rastro de su víctima, hacer
que nadie nunca pueda identificarlos. Se equivocan. Lo supo Videla al
final de su vida, y lo sabe el poder en México también: nada habla
más, nada hace más ruido que los desaparecidos; son la herida que
nunca sana, son la voz que no se calla. No es el rencor lo que mueve
a los deudos, es la tortura que implica privarlos de su duelo. Una
verdad lógica y jurídica no siempre es una verdad para la memoria
colectiva: el desaparecido permanece vivo.
La
frase “La historia se repite” es válida si funciona como una
invitación a detenernos en “algo” de nuestro rededor, puede ser
un grito para crear conciencia y solidaridad, pero creerlo y sumergirnos en el horror sin decir nada más, eso es otra cosa. No es que la historia se
repita es que el ayer nunca termina de pasar mientras haya hombres,
mujeres, niños, ancianos en calidad de desaparecidos. El crimen y la
impunidad revelan la falacia del discurso de autosuperación que pide enterrar el pasado. La repetición de la historia es una
ilusión óptica, además de un error teórico (equivale, se me
ocurre como ejemplo, a hablar de psicología y remitirnos a la teoría
de los humores o a las potencias del alma. Son ideas que tuvieron
su momento y se explican en un marco histórico); es una ilusión que
se produce cuando por mucho tiempo dejamos de ver ciertos aspectos de
la realidad que nos rodea, porque es de humanos dejar de ver sólo la
muerte y optar por pensar en otras cosas, hasta que algo, otra
atrocidad, nos hace volver la mirada a ella.
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